lunes, 9 de abril de 2018

EL SUSPIRO DEL RELOJ


"El reloj llegó a mi casa por casualidad. No era de un viejo anticuario, ni lo había heredado de una abuela rica y excéntrica. Simplemente llegó. Creo que fue una de esas cosas que compras para regalar y no consigues dar con la persona a quien quieres dárselo. Y así sin más, pasa a ser tuyo. Lo colgué en la pared del salón comedor. Porqué creo que es allí donde deben estar los relojes, donde pasas más tiempo, donde estén recordándote que el tiempo pasa.
Era de madera oscura y no pegaba para nada con mis otros muebles. Empecé el ritual diario de dar cuerda al reloj. Me gustaba. Despertar. Tomar café. Dar cuerda al reloj para que marque las horas de mi vida. Vivir. Me gustaba la compañía que me hacía. Sobre todo al principio. Cuando cada hora sonaban unas campanadas y yo le miraba y sonreía. Después ya esperaba la hora punta y solía mirar de reojo a la máquina de mi pared, como esperando que cantara el tiempo para mí. Todo fue así. Hasta que un día me di cuenta de que ese reloj era para mí mucho más que un reloj. Había empezado a llegar a casa y saludarlo. Como si fuera un perro o un gato que me había estado esperando todo el día. Una noche de insomnio me senté a oscuras con una taza de chocolate en la mano y le conté que no podía dormir. Sin darme cuenta le conté por qué hacía tanto tiempo que me costaba dormir. Le hablé de mis vigilias nerviosas y de mis sueños que antes eran vívidos y coloridos y ahora cuando llegaban eran olvidables y en blanco y negro. Cogí una manta y me enrollé con ella en mi incómodo sofá. Y dormí como un bebé.
Al día siguiente pensé que a lo mejor haría bien en llevarme el reloj a mi habitación. Para poder hablar con él desde la cama. Pero deseché la idea porque un reloj de pared en la habitación era absolutamente ilógico y demente. Pero dormí muchas más veces en mi comedor. Así que cambié mi incómodo sofá por un sofá cama, que al principio desplegaba cada día y después ya quedó permanentemente en el centro de la sala. Y así tú te quedas en tu sitio, frente a la ventana para que puedas ver la calle. El reloj me miró, oí un suspiro. ¿Cómo es el suspiro de un reloj? No sé, tiene un sonido mecánico y a la vez suena a madera y a metal. Creemos que no lo oímos pero si el reloj te deja oír su suspiro una vez, sabes que es imposible que pase mucho tiempo hasta que lo vuelvas a escuchar.
Fue en mi etapa viajera cuando todo cambió. Yo veía reportajes de viajes en la tele y le decía ¿no te gustaría visitar esto? ¿Te ha gustado la puesta de sol de Atenas? Una noche le leí los cuentos de la Alhambra. Otra, una guía de los fantasmas de Londres. Y así mi reloj y yo íbamos conociendo mundo. Y entonces pasó. Mi reloj se volvió loco. Colgado en la pared yo lo veía triste y no sabía qué hacer por él. Le leí a Oscar Wilde, siempre que hay que animar a alguien, le leo algo de Oscar Wilde. Le puse una película de Billy Wilder. De George Cukor. Le enseñé los bailes por París de Gene Kelly. Las nanas bailadas de Fred Astaire. Pero mi reloj seguía triste. Y empezó a desentonar. Su esfera marcaba las tres, pero él daba ocho campanadas. Y así por siempre más. Con cara de preocupación decidí llamar a un relojero. No, no puedo traerle el reloj, tendría que venir usted a mi casa. Creo que el reloj está demasiado mal para salir. Me colgaron el teléfono en tres o cuatro sitios. Hasta que una voz mayor con un deje ruso en el acento me dijo que vendría esa tarde.
El relojero efectivamente era mayor. Y ruso. Se sentó en mi salón e hizo caso omiso de la cama puesta en medio, como si fuera la cosa más natural del mundo. ¿No va usted a mirar el reloj? Le pregunté impaciente. El viejo ruso miró la hora. Faltan veinte minutos para las cinco, vamos a escuchar primero como suena, después decidiremos. Nos tomamos un té y nos miramos en silencio. Él percibía mi preocupación y me confortó ver su mirada tranquila, como diciéndome que todo saldría bien. Eran las cinco. Una sola campanada. El viejo relojero movió la cabeza hacia los lados preocupado. Lo apuntó en su libreta con un lápiz que casi no era lápiz por lo gastado que estaba.
Ajá. Dijo. Debemos esperar otra hora. Y así pasamos la tarde. El reloj a las seis dio doce campanadas. A las siete, cinco. A las ocho tres.
Es grave. Dijo el abuelo. Su reloj se muere de pena. Tiene ansias de vivir y sabe que no puede moverse de aquí. Ha perdido su norte. 
Lo sabía, dije. He oído como lloraba por las noches. ¿Qué puedo hacer?
Poco ya. El reloj no mejorará. Siempre marcará la hora correcta pero dará las campanadas del país que quiere visitar. Ha contraído el mal viajero. Sólo hay una manera de curarlo.
¿Viajando? 
No no, vaya locura, ya es un reloj viejo. Y no aguantaría un viaje con cambio horario. Debe viajar usted. Sólo así, cuando vuelva y le traiga fotos y postales, cuando le cuente las historias vividas de primera mano el reloj irá aguantando. Antes de irse póngale algo de Mozart, su música siempre alegra a los moribundos y calma a los locos.
Y aquí estoy. En el aeropuerto. Voy a Rusia. A ver las noches blancas. Pienso escribirlo todo en mi cuaderno, no quiero olvidar nada que contarle a mi reloj. Pobrecillo, que contento estaría de venir conmigo. De ver mundo y de vivir."

Sed felices.


miércoles, 4 de abril de 2018

CENSURADOS.

No leo la prensa del corazón. Incluso en la peluquería suelo sacar la novela del bolso. Lo cual me invalida como apta para tomar parte en la mayoría de las discusiones que oigo a mi alrededor. No miro ni “Sálvame” ni tampoco “Masterchef” ni “La Voz”. Sé que existen porque tampoco vivo en una prisión del siglo XII.
Y porque tengo Twitter. Y allí amigos, es donde sale la parte entre voyeur y ávida de cotilleos de mi ser. Esta mañana, el trending topic (para los profanos en el tema, es el asunto sobre el que hay más tweets) era #letiziavssofia. Imagino que ya todos habéis visto el video. Mientras una abuela quiere hacerse una foto con sus nietas, la madre de estas no la deja. Podría pasar en las mejores familias. Sin embargo se trata de la familia real española. Como no tengo planes de visitar la cárcel, ni tengo posibles para huir del país…ahí acaba el tema. Quien me iba a decir a mí que la censura, que me sonaba a cosa de cuando mis padres eran jóvenes y a besos de “Cinema Paradiso”, me iba a frenar. Pues sí, me frena. No sólo eso. A veces no retuiteo cosas por miedo. Así que asumamos que tengo un problema. No. Asumamos que tenemos un problema. Yo crecí viendo películas en Tv1 y Tv2. No hubo más canales de televisión durante mucho tiempo. Y ahora parece que la Merkel nos está invadiendo lentamente, hipnotizando nuestras siestas con películas alemanas que son el colmo de la sosez y el decoro. Pero cuando yo era pequeña, la mayoría de las pelis del fin de semana eran americanas. Lo que hubiera sido trending topic en mi infancia hubiera ido de Westerns, Tarzán, guerra del vietnam y pelis de niños que con un spectrum y un teléfono entraban en la cuenta de un banco, en sus notas de la escuela o lanzaban misiles. Pero recuerdo que una de las frases más repetidas en toda producción americana que se preciara en los setenta y ochenta era alguien, generalmente un actor secundario preguntando “¿Vivimos en un país libre, verdad Joe?” (Siempre había un Joe).
Naturalmente que sí, la estatua de la libertad era mi destino preferido de pequeña. Ese país, de segundas oportunidades, que a falta de historia basó su existencia en dos cosas: la bandera y el sueño americano.
Con la edad, me aficioné al cine europeo. Y a ver las noticias y a escuchar a mi padre. Y descubrí que América (perdón, Estados Unidos) no era un país libre. Y nosotros sí. Porque salíamos de una dictadura y teníamos una recién nacida democracia a la que había que cuidar. Podíamos votar. Y lo hacíamos (yo no, porque aún no tenía edad) ilusionados como se hacen esas cosas que antes han sido prohibidas. Como beber alcohol a los 18 y conducir cuando estrenas carnet.  
Nunca he creído en banderas y me daba bastante igual lo que significaran, pero ahora me doy cuenta que estoy en un mundo distinto del que pretendía. Resulta que en mi mundo te meten en la cárcel por opinar. Por publicar tweets o rapear, aunque sean verdades como templos. Y me muero de ganas de cotillear sobre el incidente de la foto de la casa real. He visto el vídeo y he leído divertidísimos memes que se ponían a favor de suegra o de nuera. He visto peticiones de República. Y me he puesto a escribir del tema, pero entonces una voz me ha dicho “¿vivimos en un país libre, no Joe?”. Y he pensado claro que no Joe, vivimos en plena censura. Y si algún día me decido a escribir verdades no arriesgaré mi libertad por hablar de una pelea familiar que no me importa absolutamente nada. Arriesgaré mi libertad por hablar de la falta de ella, de la corrupción o de todos los derechos que hemos ido perdiendo por el camino. De lo que de verdad ocurre a nuestro alrededor mientras todos nos reímos de los “memes” en la red.

Esta semana no os pongo canción. Pero os cuelgo un poema que hechizó el final de mi semana santa. Hay que “Huir” de todo lo que no nos gusta. Sed felices. Sin censuras.



EL CREADOR DE DISTOPÍAS

  Tengo un amigo que ama las distopías. Escribe sobre ellas y parece que todo lo analiza con precisión quirúrgica, cuando lo imagino delante...